Nuestra Semana Santa, tal y como la conocemos hoy en día, surge del deseo de devotos cristianos por representar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo al estilo de los Vía-Crucis que imitan el peregrinaje que Jesús realizó en la Vía Santa o Vía Dolorosa de Jerusalén. Todo comenzó en el siglo XVI, aunque su momento culmen no llegó hasta dos siglos más tarde.
En la Alemania del siglo XVI, Martín Lutero diseñó la reforma protestante. La iglesia, en ese instante, contraatacó con la Contrarreforma, pidiendo a los creyentes desde Roma a que exteriorizaran su fe. Este es el principal motivo por el que se extendió por nuestro país las catequesis públicas de fe.
En el siglo XVIII el rey Carlos III prescindió de los disciplinantes, aquellos que se flagelaban durante las estaciones, quedando así los cofrades que alumbraban con sus velas y que iban acompañados por los cantos del clero. Un siglo más tarde, se introdujeron en dichas procesiones otros elementos como las bandas de música.
Antes de que se instituyera la primera cofradía de pasión de nuestra ciudad existieron las denominadas veinticuatro cofradías, de carácter piadoso-militar, organizadas para proteger la capital del Santo Reino y su campo. Entre ellas destacaban la de San Luis, la de San Blas y Santiago, la de Ballesteros de la Coronada, la de los Santos Ángeles, la de Santo Tomás, la de San Onofre, la de San Juan y la de San José.
En época del Condestable, en sus crónicas se comenta que la Semana Santa se celebra en el interior de los templos. Posteriormente, los estatutos de la Santa Capilla de San Andrés explica que a comienzos del siglo XVI ya se celebraban procesiones en Jueves Santo organizados por las parroquias, los conventos o las cofradías existentes en la ciudad. “Así mismo harán -los cofrades- procesión el Jueves Santo de la Cena en la noche después de acabadas las tinieblas”.
A partir del año 1541, las cofradías de pasión se fundan en los conventos de aquellas órdenes religiosas que respaldaban la doctrina que imperaba sus estatutos e impulsaba sus fines benéficos y piadosos.
De este modo, los franciscanos crearon la Congregación de la Vera-Cruz y Santo Cristo del Confalón, los carmelitas promovieron las de la Soledad y el Santo Sepulcro, los carmelitas descalzos instauraron la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno con la cruz a cuestas y los servitas ordenaron la creación de la Orden Tercera y Siervos de Nuestra Señora de los Dolores.
Las Cofradías de la Vera-Cruz y la Expiración iniciaron su andadura en el extinto Convento de San Francisco. Cristo de la Clemencia, Cinco Llagas y Entrada de Jesús en Jerusalén hizo lo propio en los dominicos. Jesús Nazareno continúa en el camarín que aún se mantiene en pie del antiguo Convento de los Carmelitas Descalzos. Santo Sepulcro y Soledad estuvieron en los Carmelitas Calzados, la Santa Cena en los Trinitarios y el Cristo de la Buena Muerte en los Mercedarios.
Un 16 de mayo de 1541 se celebró, en la sala “de profundis” del Convento de San Francisco, una reunión presidida por el padre fray Diego de Hortega, y en el que estaban convocados los oficiales de una nueva cofradía y los religiosos franciscanos observantes. Nació así la Primitiva, Pontificia y Real Congregación del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz y María Santísima de los Dolores.
“Festivación se había de celebrar en el monasterio de San Francisco en honor, reverencia y servicio de Nuestro Señor Jesucristo, para conmemoración y recordanza de la crudelísima Pasión suya y del tan voluntario derramamiento de toda su sangre, que por compra del género humano le plugo dar”.
A los cofrades, antes de ser recibidos, se les leyó el documento contemplativo que les recordaba “estamos obligados a la paga de deuda muy iíquida y conocida, e al agradecimiento della al Hacedor nuestro, por dos muy evidentes razones: primera, por razón de creación, ya que nos formó de la nada; y segunda, por razón de Redención, así por su Pasión, como por la que cada día obra con los pecadores, llamándolos por diferentes modos a penitencia”.
Tanto los frailes como los miembros de la cofradía acordaron unos derechos y obligaciones que les impediría provocar desavenencias en tiempos futuros. Las reglas de la hermandad decían que debían celebrarse tres cabildos generales al año. El primero de ellos se realizaba el Domingo de Lázaro con el fin de concretar lo que fuese necesario para llevar a cabo la procesión. Una segunda reunión, exclusiva para mujeres y clérigos, tenía lugar en Domingo de Ramos. La última ya sería el último domingo de abril para elegir nuevo gobernador y oficiales.
Todos los miembros de la congregación debían reunirse sobre las siete de la tarde del Jueves Santo en el interior del convento, confesados y comulgados, para que así el “sacrificio penitencial fuese más apto para alcanzar el perdón y más acepto al Señor”.
La procesión se iniciaba con el alférez u otro hermano llevando una cruz grande de color verde. Les seguían los hermanos flagelantes para conmemorar la Pasión de Cristo. A continuación, unos veinte hermanos de luz iluminaban el camino de Jesús y los cetreros, con su vara de metal, mantenían en orden el cortejo.
Sobre las andas procesionaba un Crucificado de estatura media, y detrás de ella se encontraba la talla de Nuestra Señora y Madre cubierta con manto negro y bajo palio. Cerrando el cortejo se encontraba los hermanos clérigos que portaban las candelas encendidas mientras cantaban la letanía y Vexilla Regis y el salmo Miserere. Además, la cofradía contaba con dos conserveros para alimentar a aquellos hermanos que se encontraban cansados durante la procesión y un confortador encargado de curar las llagas de los participantes.
Durante dos o tres horas se visitaba la Catedral, San Lorenzo, Santiago, San Juan y la Magdalena “en honor y reverencia de las Cinco Llagas”. El itinerario elegido para tal fue la Plaza de San Francisco, Plaza de Santa María, calle del Obispo, Merced, Calle Maestra Baja y Corralaz, volviendo por Maestra Baja en dirección al convento “de a do salimos”. Horas más tarde, la congregación celebraba una segunda estación de penitencia pasadas las doce de la noche.
Los cofrades no sólo estaban obligados a participar en la procesión, sino que debía acudir a la fiesta principal de la hermandad el tres de mayo, día de la Invención de la Santa Cruz, y a la misa de requiém con responso del día siguiente en honor a los difuntos. Éstos debían acudir con las candelas encendidas. Si alguno de ellos faltaba a sus obligaciones serían multados con media arroba de cera.
La congregación tenía escrito en sus estatutos que el puesto de cofrade se heredaba de padre a hijo, prevaleciendo el primogénito sobre el resto de los hermanos. La misma se hacía cargo del entierro de sus cofrades o de sus personas más allegadas a las que asistían los miembros designados por el gobernador.
En 1545, aprovechando un espacio de la Plaza de San Francisco, se construye una capilla con un coro alto, sala de capítulos, vestuario, bóveda para enterramiento de los cofrades y puerta propia hacia la plaza. En el centro del oratorio se encontraba el camarín del Santísimo Cristo de la Vera-Cruz y, en otros pequeños altares, las imágenes de la Virgen de los Dolores y del resto de tallas que conformaron las siete escuadras de la cofradía.
Durante las obras acometidas, Paulo III concede por medio de una bula que la capilla quedara agregada a la basílica romana de San Juan de Letrán, dándole permiso a la cofradía a participar de las indulgencias, gracias y privilegios que poseía la iglesia italiana.
Es por ello que desde sus inicios agrega en su título la categoría de Pontificia, llevando grabado en la placa de su pendón-insignia la tiara y las llaves de San Pedro con su correspondiente inscripción “Sacrosanta Lateranensis Ecclesia; ómnium Ubis et Orbis Ecclesiarum mater et caput (Sacrosanta Iglesia de Letrán, madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad y del mundo)”.
A finales del siglo XVI, una nueva bula fue concedida por Sixto V para que los cofrades fueran favorecidos con indulgencias plenarias perpetuas. También la congregación abrió en la actual calle de García Requena un hospital propio donde se celebraron misas hasta mediados del siglo XIX.
Entre sus cofrades más ilustres se encontraba el prestigioso arquitecto Andrés de Vandelvira, enterrado con la túnica de la cofradía presumiblemente en los sótanos de la Basílica Menor de San Ildefonso.
Sin duda, todos sabemos que la cofradía más señera y querida por sus vecinos ha sido, es y será la de Nuestro Padre Jesús Nazareno. La Cofradía de Santa Elena, de las Cruces o Nazarenos, por la que también era conocida en aquella época, data de finales del siglo XVI, aunque no siempre residió en el Convento de San José, ya que desde muy temprano decidieron marcharse a la Merced y al Convento de la Coronada antes de regresar a su punto de origen. La imagen de El Abuelo siempre ha tenido una fama indudable, llegando incluso a atribuírsele innumerables leyendas que la ha hecho ser, en la actualidad, la imagen más representativa de la capital del Santo Reino.
A partir del siglo XVII no se fundan nuevas cofradías de penitencia y, de las que ya existían, desaparecen momentáneamente cinco de las seis hermandades que procesionaban en nuestra capital quizás por la pérdida de población, quizás por falta de ilusiones y dinero.
La congregación de la Vera-Cruz cierra su hospital y se endeuda al seguir sufragando los entierros y sufragios de sus cofrades. En 1696 se extingue. Los esclavos del Santísimo Sacramento renace a finales de siglo para desaparecer al poco tiempo. En 1712, la cofradía del Santo Sepulcro deja de salir y sus tallas quedan arrinconadas en el interior de la iglesia de San Juan. Para esa época, tanto la Cofradía de la Soledad como la de las Cinco Llagas dejan de salir sin conocerse noticias futuras a corto plazo. La misma suerte no corrió para la figura de Nuestro Padre Jesús Nazareno pues es el propio obispado el que sale en su salvación gracias al clamor popular del pueblo.
También durante este tiempo, el Vicario General de la diócesis escribe un auto en el que prohíbe que aquellos cofrades que no realizaran promesa alguna debían participar en la procesión con la cara descubierta y, por supuesto, tenían que ir vestidos con túnicas redondas donde sus telas finalizaban a dos dedos por encima de los pies.